No estamos ante algo banal, ya que de ello pueden derivarse malentendidos con consecuencias no deseadas, cuando no directamente nocivas para el devenir del anciano. Mi pretensión es traer de nuevo a escena esta cuestión, recordar cuáles pueden ser los motivos más frecuentes que condicionan esa mala comunicación y sugerir algunas vías para intentar superar estas situaciones y sus riesgos derivados.
La mejor evidencia de que el problema existe viene del testimonio directo de profesionales y pacientes. Una encuesta a socios de la SEGG, cuya experiencia media de trabajo en el sector era de 17 años, indicaba que el 90 % de los encuestados pensaba que al hablar con el mayor se sube el tono de voz, el 87 % que a menudo se les trata como a niños, el 85 % que el profesional suele dirigirse al acompañante y hablar del protagonista en tercera persona y el 82 % admitía el empleo de términos inadecuados.
Por su parte, otra encuesta a 409 pensionistas constataba que se sienten víctimas de desconsideración, menosprecio o “estigmatización”, el 10,2 %; que se utiliza con ellos un lenguaje despectivo (viejo, abuelo, …), el 11 % y que se les infantiliza en el trato, el 8,3 %. Son aspectos que pueden considerarse formales, pero no dejan de ser significativos. En la práctica, más allá de estas cuestiones las quejas y dudas debidas a desencuentros informativos son tremendamente frecuentes.
Los factores que hacen difícil la comunicación no son siempre atribuibles a las limitaciones de las persona de edad, pérdidas fisiológicas o patológicas, físicas o mentales, asociadas al proceso de envejecer. Junto a ellas también los profesionales tenemos nuestra cuota de responsabilidad. Cabe añadir que factores de los que denominamos sociales juegan igualmente un papel que deberemos valorar.
La historia médica y social del anciano es extensa y, a menudo, compleja. Envejecer se asocia a pérdidas sensoriales (vista y oído, sobre todo), a trastornos en el aparato locomotor (dolores osteoarticulares, capacidad para desplazarse o mantener la bipedestación, etc.); a limitaciones orgánicas que pueden afectar al sistema nervioso central (disartria, temblor, pérdida de reflejos…), al aparato respiratorio y circulatorio (tos crónica, disnea…) y, en general, a la práctica totalidad de nuestra fisiología.
Además, los síntomas y signos de las enfermedades pueden manifestarse de forma atípica, el estado nutritivo se valora poco, lo mismo que la historia farmacológica del paciente y su situación social. Todo ello incide de forma directa en la relación comunicativa.
Cabe añadir otros muchos parámetros de interferencia. Entre ellos, la presencia de un cierto grado de deterioro cognitivo, de depresión, ansiedad o un estado anímico cambiante, el desinterés por la propia situación o su propio grado de sociabilidad habitual. Todo ello, debe ser tenido en cuenta por el profesional, a ser posible con anterioridad al encuentro comunicativo. Existen, además, aspectos extramédicos que deben ser atendidos. Como ejemplos, las condiciones de vida: del anciano, su situación económica, si vive en soledad o en compañía, en domicilio o en residencia, si es dependiente o independiente, su nivel cultural e intelectual, la trascendencia del tema a tratar, etc.
Antes de cerrar esta primera parte quiero insistir en que el profesional (médico, enfermero, trabajador social…) aporta, también, sus propias limitaciones y condicionantes que debieran ser conocidos por él mismo y tomados en consideración a la hora de actuar.
Dejo para el número siguiente algunas reflexiones acerca de cómo poder mejorar esta situación, de manera que la comunicación entre ambas partes se convierta en algo positivo y libre de limitaciones innecesarias.
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