Curioso este país nuestro. Hace nueve meses nos llega una enfermedad terrible, nueva, para la que no existe un tratamiento contrastado y que en poco tiempo llena los hospitales y las UCIs de personas mayores -y no tan mayores- mientras se lleva por delante a decenas de miles de conciudadanos.

La respuesta inicial es improvisada, a bote pronto. Se hace lo que se puede, estudiar sus causas, intentar prevenirla, alterar nuestros patrones de vida, confinarnos, pelear con sus síntomas y enfrentarse a ella más o menos al tanteo a falta de unos protocolos con eficacia demostrada. La esperanza y el deseo de todos se fija en lograr un tratamiento, pero, sobre todo, se insiste en la idea de encontrar una vacuna que aleje el riesgo de convertirnos en víctimas.

Pues bien, en menos de un año, algo insólito en este tipo de enfermedades, se ponen sobre la mesa no una, sino varias vacunas, que, superadas todas las fases exigidas como garantía, parecen haber demostrado un nivel de prevención muy razonable sin la contrapartida de unos efectos secundarios severos. Vacunas que, sucesivamente, van siendo aprobadas por las agencias oficiales de investigación de todo el mundo, americanas, europeas y españolas. Son agencias todas ellas muy serias, concienzudas  y garantistas a la hora de dar el sí a nada que no venga suficientemente contrastado por unos protocolos muy exigentes y siempre difíciles de cumplimentar.

¿Todos tan contentos? Pues, sorprendentemente, no. Debe ser verdad ese dicho atribuido a “El Gallo” de que hay gente “pa to”. Resulta que cuando se pregunta a los ciudadanos nos enteramos de que una proporción que, a veces, supera al 50% de los encuestados afirma que no se vacunaría o que, en el mejor de los casos, no lo haría hasta que hubiera pasado por el aro una mayoría de la población. ¿Por qué? Miedo a lo desconocido, recelos, nos quieren callar, a saber lo qué me puede pasar, argumentos varios, todos ellos basados en la desconfianza y/o en la ignorancia.

La entrada de las vacunas en la medicina supuso un salto cualitativo en la lucha contra la enfermedad, quizás el más importante a lo largo de la historia. Lo hizo, además, adelantándose a la misma, impidiendo su aparición, que la persona pudiera llegar a adquirirla y abriendo las puertas a lo que hoy conocemos como medicina preventiva. En los dos siglos últimos transcurridos desde sus aplicaciones iniciales, plagas históricas absolutas para la salud de la humanidad como la viruela o la poliomielitis han desaparecido y otras muchas enfermedades terribles han visto reducida su incidencia y severidad o están a punto de desaparecer.

Negacionistas siempre los ha habido y siempre los habrá. Todavía hoy hay quien defiende que la tierra es plana, pero nadie medianamente sensato debería cuestionar en estos momentos el valor que para la salud individual y colectiva tiene este procedimiento médico. Las personas mayores, se nos ha dicho y es verdad, constituimos eso que se llama “una población de riesgo”. Afortunadamente, se ha puesto en nuestras manos una herramienta poderosa para minimizar ese riesgo. Lo razonable y, cabe decir lo obligado, es acogernos a ella, vacunarnos y limitar de ese modo el peligro que representa el COVID-19 para nosotros y para nuestro entorno social.

Deberemos alegrarnos. Dar las gracias a todo ese enorme grupo de científicos que ha sido capaz de conseguir un logro tan decisivo. Más todavía, debiéramos aprovechar la influencia, mayor o menor, que a cada uno le confiere su experiencia y el respeto que merece ante su familia y conciudadanos, para difundir el mansaje positivo y en gran medida tranquilizador que nos depara la oportunidad de saber que disponemos ya de una vacuna en este campo.

José Manuel Ribera Casado

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José Manuel Ribera Casado
Etiquetas: personas mayores

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