José Manuel Ribera Casado
Catedrático Emérito de Geriatría (UCM). Académico de número (RANME)

En las primeras semanas de marzo todos los medios de comunicación, prensa escrita, radios y televisiones, nos abrumaron con espacios y comentarios para recordar el quinto aniversario de la entrada de la COVID-19 en España y de su reconocimiento oficial por parte de las autoridades. Estamos ante un tema extraordinariamente triste, que generó decenas de miles de muertes, dolor infinito y problemas de todo tipo al conjunto de la población. Sin embargo, parece existir una lógica unanimidad en el deseo de recordar lo que ocurrió, aunque solo sea para evaluar cómo se afrontaron las cosas, hacer balance e intentar que no nos pille el toro si vuelve a producirse un fenómeno equivalente.
Los comentarios aparecidos son absolutamente abiertos, tanto en lo que se refiere a los aspectos elegidos en cada caso, como a la interpretación y valoración de los mismos, o en las eventuales lecciones que extrae cada cual a la hora de sacarlos a la luz. Dado el carácter de esta publicación –nos llamamos “Balance Sociosanitario de la Dependencia y la Discapacidad”- y el mundo profesional en el que nos movemos, tanto quienes llenamos sus contenidos, como la mayor parte de los lectores, parece evidente que también desde aquí asumamos el reto de incorporarnos a este aniversario.
Lo haré de forma muy breve y centrándome en la perspectiva que considero más próxima, aquella que afecta de forma directa a los principios de esta publicación, la evidencia abrumadora del edadismo social que puso de manifiesto esta desgracia. Un punto poco original ya que ha sido tratado, igualmente, durante estos días por parte de los medios.
Medidas preventivas
Desde el primer momento se vio la necesidad de establecer unos criterios, en forma de guías o protocolos de actuación que ordenasen el caos y ofrecieran soluciones lo más adecuadas posibles al terremoto que se nos venía encima. El requisito fundamental se planteaba en términos clínicos. Luchar contra el virus responsable, de manera que se minimizasen tanto el número de víctimas como la severidad de los daños ocasionados. El foco en este terreno se puso en las medidas preventivas, incluidas las vacunas cuando se pudo disponer de ellas.
No entraré en detalles; creo que las cosas se hicieron razonablemente bien y en un contexto común al conjunto de la población. Pero, al mismo tiempo, resultaba imprescindible respetar lo que en bioética se conoce como “principio de equidad” y, en este terreno, la cosa funcionó mucho peor. No admitirlo es negar la evidencia. Las administraciones autonómicas, sobre las que recaía la principal responsabilidad en este punto, respondieron de una manera muy desigual, cabe decir que hicieron de su capa un sayo y que, en mayor o menor medida, castigaron a los más débiles y con menores posibilidades de defenderse.
Los estudios de COVID-19 en España en torno al mundo residencial
En casi todos los casos la edad fue un factor negativo a la hora de arbitrar y distribuir recursos, sobre todo para aquellos mayores que vivían en el medio residencial. Nuestra revista se ocupó de ello en su momento, describió situaciones, hizo denuncias explícitas y no voy a repetir aquí hechos, razonamientos y datos que son bien conocidos. Casi nadie se libra de pecado en este campo, aunque las diferencias de grado son extraordinariamente significativas. Se limitó el acceso a recursos hospitalarios en base a la edad, pero también algunas administraciones como la madrileña lo hicieron en función del grado de deterioro cognitivo o de la capacidad para deambular. Esto fue así, incluso cuando se arbitraron medidas específicas -caso IFEMA en Madrid-, detrayendo profesionales que razonablemente podrían haber atendido pacientes residenciados a los que se negaba el acceso al hospital. Recordar atrocidades quizás pueda contribuir a no repetirlas.
En casi todos los casos, la edad fue un factor negativo a la hora de arbitrar y distribuir recursos, sobre todo para aquellos mayores que vivían en el medio residencial
Y desde entonces ¿qué? Por una parte, víctimas y familiares siguen con sus propias batallas, administrativas, legales y, diría que, sobre todo, morales, en busca de unas explicaciones que les ayuden a comprender lo que ocurrió y contribuyan a aliviar sus pesares. Por otra parte, afortunadamente, se han intensificado los estudios de todo tipo en torno al mundo residencial. Desde tamaño, requisitos arquitectónicos o necesidades de personal, hasta cuáles pueden ser los modelos más idóneos y cuál su relación con el sistema sanitario. Hasta donde yo conozco el organismo oficial más competente en estas cuestiones, el Imserso, ha puesto su foco principal en este objetivo y está intentando consensuar doctrina al respecto con otros muchos organismos que van desde administraciones públicas hasta fundaciones privadas, algunas de las cuales, como la Fundación Pilares, particularmente activas al respecto.
Como se decía antiguamente “seguiremos informando”. Mientras tanto, nunca es bueno perder la esperanza.







