José Manuel Ribera Casado

Catedrático emérito de geriatría (UCM) y Académico de Número de la RANME

Estos días la prensa especializada –también en la de carácter general- ofrece unas cifras alarmantes acerca de las listas de espera sanitarias. Aparecen detalles sobre su distribución geográfica por comunidades y acerca de los problemas médicos en los que los retrasos pueden resultar más llamativos. No es algo novedoso. El tema surge cada vez que alguna administración, estatal o autonómica, pública informaciones al respecto. Junto con los datos numéricos se pueden leer comentarios e  interpretaciones, desde editoriales en periódicos nacionales y locales, hasta cartas al director, u opiniones de particulares o instituciones sobre posibles causas o con sugerencias acerca de las vías de mejora más adecuadas. A veces son comentarios interesados -tipo propaganda- poniendo de manifiesto que la Consejería de Sanidad propia muestra mejores datos –menos malos- que la vecina. Cada cual echa “su cuarto a espadas”. En esa línea yo también me permitiré algún comentario.

Lo primero es resaltar la gravedad del problema. Reconocerlo y tomar conciencia plena. Más de 850.000 pacientes en una lista quirúrgica esperando para ser intervenidos en la sanidad pública durante un número de meses variable, pero siempre elevado, no es de recibo; se mire como se mire. A ello hay que añadir las esperas para determinadas pruebas diagnósticas o, simplemente, para ser atendido en una consulta de atención primaria o especializada. El problema existe y hay que poner remedio, máxime si consideramos que las cifras crecen permanentemente y no parece que se vea el final.

Cada cual tiende a interpretar el fenómeno según su criterio. Hay quien piensa que el sistema está indebidamente sobrecargado y que muchas de las pruebas solicitadas, incluso en el marco de los estudios preoperatorios, van más allá de lo necesario y contribuyen a agravarlo. Reducir la demanda mejoraría la situación. Puede ser verdad, pero como argumento definitivo no me parece muy consistente. 

Otros razonamientos dan mucho más miedo. Son los de quienes, a través de un cortocircuito que pretende ser más o menos lógico, argumentan que si la sanidad pública es incapaz de asumir ese reto lo que se debe hacer es recurrir a la privada como un apoyo necesario y conveniente para afrontar su solución. Se trata de algo que, por cierto, se viene haciendo desde hace mucho tiempo. Lo que podríamos llamar el “lobby” de la privada funciona bien, es muy activo y percibe perfectamente las vías de entrada en el sistema que van surgiendo y a las que se puede acudir para ir ganando terreno en el mundo asistencial.

El problema de fondo creo que es otro y también está perfectamente identificado. Me refiero al progresivo abandono mantenido en el tiempo de muchas administraciones responsables de la propia sanidad pública que tienen a su cargo. Las competencias en materia de salud están transferidas en su práctica totalidad, constituyen una proporción sustancial de los presupuestos autonómicos y, no siempre ni en el grado deseable, estos presupuestos se destinan a la sanidad pública, ni ponen el foco en solucionar este tipo de problemas. 

Hay ejemplos negativos para todo. No se cubren bajas, ni se renuevan y/o actualizan las plantillas de profesionales en una proporción al menos equivalente al aumento progresivo de las necesidades y a la propia demanda asistencial. Tampoco se actualizan sueldos y ni se buscan estímulos profesionales. No se renuevan las infraestructuras, ni los presupuestos en este terreno. Pensar en la solución fácil y cómoda de delegar funciones a través de convenios con determinadas instituciones cuyo fin principal declarado y obvio es el propio lucro resulta en el mejor de los casos de una simplicidad incomprensible, que apenas logra tapar agujeros de manera parcial y sólo temporal.

No se cubren bajas, ni se renuevan y/o actualizan las plantillas de profesionales en una proporción al menos equivalente al aumento progresivo de las necesidades y a la propia demanda asistencial

Todo ello tiene lugar en el contexto de una población cada vez más numerosa, más envejecida y más demandante de atención. A nadie le cabe duda de que con el transcurso del tiempo y los avances tecnológicos la demanda seguirá aumentando en cantidad y en calidad. Pensar que el tema se puede arreglar por sí solo es una irresponsabilidad absoluta, como también lo es mirar para otro lado e imaginar que las soluciones van a llegar de un gobierno central sin apenas competencias en estas materias. 

Serán las comunidades autónomas, tan exigentes en reclamar competencias, las que deben encontrar y aplicar las respuestas. Estas respuestas pasan por reconocer el problema, priorizarlo, afrontarlo directamente primando los medios propios por encima del recurso a unas terceras vías que siempre van a salir más caras y no necesariamente mejores. Hay que olvidarse de los recortes en sanidad, poner los medios humanos y materiales necesarios. También, cómo no, controlar el cumplimiento de los objetivos propuestos en cada caso. Se trata de algo perfectamente posible y que, de manera ineludible, debe llevarse a efecto cuanto antes mejor.

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